En el contexto de un Sentmenat con calles de tierra y juegos en la calle, ya empezábamos a tener alternativas de práctica deportiva. En la escuela, la Hermana Juárez y su gimnasia sueca de pololos y faldas dio paso a Núria, una joven que nos enamoró y nos enseñó un esbozo de las tremendas posibilidades del cuerpo. La vertical, el puente, el spagat, el puente la vertical, la vertical, algún cabezazo, más de un cabezazo... ¡que le digan a Esther!
De repente el patinaje. Todo el mundo estaba, pues yo también.
No triunfé. Duré el tiempo suficiente para comprar un maillot (contra la voluntad de Conxita que me lo hizo sudar), y hasta el momento de comprar unos patines de cierto nivel. De nuevo Conxita, cómplice con Josep me hizo cuestionar mi vocación. Si me compraban los patines (un importante esfuerzo económico para nuestra familia), tenía que comprometer continuidad eterna hasta ser, almenos, campeona del mundo. Después de unas rápidas reflexiones (unos 5 minutos), y teniendo claro que las ruedas no eran mi fuerte, decidí dejarlo.
Esperaría un deporte de pies en el suelo y menos coste emocional y económico. Y tardó, pero vino.
Aprovechando la fama de Bruce Lee y sus películas aparece en Sentmenat el deporte de moda, EL KARATE. Emocionada salí pitando a apuntarme y casi con la misma prisa a desapuntarme. ¡Menuda tortura!, Por suerte no tiré la toalla. Me enamoré del Karate y del profesor, que vino para quedarse muchos años en mi vida y que fue la persona con la que hicimos realidad el sueño de abrir un gimnasio.